¿Qué significado pueden tener los acontecimientos luminosos y al mismo tiempo misteriosos de la Pascua para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo? A través de algunas respuestas a preguntas particularmente actuales sobre el misterio del abandono, de la muerte, y de la resurrección de Jesús, Chiara Lubich ofrece una clave para que la realidad de la Pascua pueda ser la experiencia de cada día.
Entrevista concedida el 1 d febrero de 1995 al
Messaggero de San Antonio.
Muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo no creen en Dios porque se sienten ‘abandonados’ por Él. Una experiencia que el mismo Jesús vive, durante algunos instantes de indecible dolor, en la cruz del Gólgota. La meditación de Jesús crucificado y abandonado está en el centro de tu espiritualidad. ¿Cómo testimoniar todavía hoy que aquel Dios que no ha abandonado a su Hijo en la cruz, es también el Dios que no abandona nunca a sus hijos?
La sensación de abandono por parte de Dios que – como ella afirma – sienten hombres y mujeres de nuestro tiempo, por lo cual es difícil para ellos creer en Él, dice claramente qué útil y necesaria es la “nueva evangelización” en la que quiere comprometerse la Iglesia en este periodo de su historia.
Con el anuncio de la novedad traída por la Buena Noticia, el hombre se convence de que Dios es Amor, de que hay un Padre para todos y que ama a cada uno con amor inmenso. Con esta fe, el hombre puede alzarse de su estado de abandono y de orfandad.
No sólo: sintiéndose amado, encuentra la fuerza a su vez para amar a los propios hermanos y así pasar de la muerte a la vida: “Nosotros sabemos que pasamos de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14).
Con el amor se intensifica la luz de la fe en Dios y en todo lo que exige de nosotros. ¿No está escrito: “A quien me ama… me manifestaré”? (Cf. Jn 14,21).
Naturalmente, a personas que creen que se encuentran en un estado de abandono por parte de Dios, es muy útil presentarles también el inmenso dolor de Jesús en la cruz cuando gritó: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Esto puede explicar que la Tierra es un terreno de prueba para todos nosotros y que Jesús mismo quiso someterse a sufrimientos que a veces padecemos también nosotros.
Pero es necesario decir también cómo se ha comportado Él abandonándose a aquel Padre que parecía haberlo abandonado: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46). Y cómo el Padre ha aceptado este acto de amor inmenso y lo ha premiado con la resurrección.
Muchos jóvenes de hoy conocen la cruz sólo como un adorno de moda o al máximo como decoración sacra. ¿Es posible todavía anunciar la cruz a las nuevas generaciones?
Es muy posible anunciar la cruz también hoy a los jóvenes, con tal que se les presente como lo que es: un medio para llegar a la vida, a la plenitud, a la resurrección.
No se comprende exactamente el Viernes Santo si no se tiene presente la Pascua. La Pascua es la fiesta más grande del año porque todo converge en ésta.
Mi experiencia es que los jóvenes saben comprender muy bien la cruz y saben asumir día a día la que Dios, por su voluntad o permisión, pone en sus hombros.
Cristo expresó el deseo de que sus discípulos fueran ‘una cosa sola’. Que todos fueran ‘uno’. Este ardiente deseo de Jesús, revelado al Padre precisamente a un paso de la cruz, con frecuencia ha sido ignorado o contradicho en dos mil años de historia. El Movimiento de los Focolares ha nacido precisamente para tratar de cumplir la voluntad de Cristo: ser testigos e instrumentos de unidad en la Iglesia y en el mundo. Pero ¿por qué la unidad sigue siendo un desafío tan difícil de vencer, un ideal tan alto que desanima a veces también a los creyentes más tenaces?
La unidad no es un desafío difícil de vencer ni un ideal tan alto como para desanimar si la comprendemos y la experimentamos al menos un poco.
La unidad, toda unidad (la nuestra con Dios y la nuestra con los hermanos) es un don de Dios. En efecto, Él es siempre el primero en amarnos.
Pero después, exige nuestra parte y podemos corresponder a este don con el amor. Con el amor hacia Dios y hacia el prójimo. Hacia el prójimo con el amor recíproco.
Los hermanos que se aman recíprocamente en Cristo actúan aquella Palabra suya que dice: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
Sí, porque la unidad es incluso una presencia de Jesús.
Quien vive según su mandamiento nuevo (“… Ámense los unos a los otros como yo les he amado. Nadie tiene un amor más grande que éste: dar la vida por los propios amigos” [Cf. Jn. 15,12-13]) y está dispuesto por lo tanto a morir también por el hermano, experimenta verdaderamente la presencia espiritual de Jesús, de su Espíritu que es paz, alegría, luz y todos los dones del Espíritu.
Y, una vez hecha esta experiencia, ya no la olvida, al contrario, generalmente, se compromete en repetirla durante toda su vida.
Pascua: misterio de dolor, misterio de amor. Un misterio siempre en el centro de sus meditaciones, de sus actividades, de su testimonio. Pero para muchos cristianos, la Pascua no es mucho más que una conmemoración litúrgica anual. ¿Puede ‘vivirse la Pascua’ cada día, todos los días?
Ciertamente. Más aún, el cristiano está llamado a vivir su Pascua cada día.
¿Cómo? Llevando bien la propia cruz. No sólo resignándose a ella pasivamente, no sólo arrastrándola, sino llevándola – en la medida de lo posible – con la total adhesión de su mente, de su corazón y de sus fuerzas a la voluntad de Dios.
Haciendo así, la cruz se transforma, la mayoría de las veces, en “yugo suave y ligero”, que, más que oprimir o aplastar, da el impulso y la posibilidad de vivir en la propia vida la alegría de la resurrección.
Y esta alegría, esta paz nueva, este ardor se advierte en lo más íntimo de la propia alma justamente como un anuncio y una realidad de Pascua.
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