Hace décadas que, desde los feminismos, en sus diversas corrientes, se viene reflexionando sobre la acuciante necesidad de poner la vida en el centro de nuestro sistema de organización a todos los niveles: social, político, económico, ambiental, cultural… La pandemia mundial provocada por la covid-19 ha venido a evidenciar aún más nuestra interdependencia y nuestra vulnerabilidad compartida, agravadas por una profunda crisis de cuidados; una gobernabilidad basada en la necropolítica, es decir, en «el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir» (Mbembe, 2011) y una cultura del descarte, en palabras del papa Francisco que, desde el privilegio, señala qué vidas son dignas de ser lloradas y cuáles no (Butler, 2010).
Seguir leyendo en: